La primavera temprana, el sol brillante y tardío
enciende el plástico barato de las mesas del bar,
donde un árabe, capitán de su nave en algún mar,
divisa absorto la llegada del estío.
Pasan fugaces los senderos del asfalto,
sin cariño ni amor, sin la señal,
aquejados quién sabe de qué mal,
cada gesto ayuno de lo alto.
Ay, mi anciana oscura y afilada,
templo trágico y exhausto,
que esquiva mi mirar.
Tomar tu corazón quisiera entre mis manos,
hacia un horizonte sin final,
desplegar sus alas en vilanos
que se funden en el mar.
Desposeídos,
de este atardecer que arrebata nuestros nombres,
esta luz que nos apremia ahora,
¿no escuchas sus bramidos de batalla?
Anciana si pudiera liberarnos,
las malditas y mezquinas cadenas esquivar,
este olvido fatal que nos aflige
y nos termina antes siquiera de empezar.
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